Aunque quizás no nos percatemos de ello, los argentinos tenemos cierta vocación incendiaria. Nos encanta sumir a la realidad en una hoguera. Nuestra piromanía social no es solo simbólica: pasa por estadios moderados, como la incitación a la violencia a través de las palabras y desencadenar una quemazón en tierras forestales, hasta períodos durísimos como llegar a provocar un inédito incendio en un tribunal judicial o fogonear el caos desde la irresponsabilidad electoral o la carencia de gestión política. Y sobran los ejemplos de esta torpeza tan frecuente entre la clase dirigente y no menos ausente entre los ciudadanos comunes.

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